Ernestina
Santander, 7 de septiembre de 2011
Por Iñaki Ezkerra
No era una persona pública, ni alguien que tuviera un cargo importante. Era una mujer muy celosa de su vida privada, a la que le horrorizaba salir en los periódicos con motivo de un acto social, o de la relevancia empresarial de su familia. Era el colmo de la sencillez, y con sencillez se tomó la noticia de que su cáncer, que creía curado, había hecho metástasis en dos meses y de que nos iba a dejar en muy poco tiempo, cuando tenía algo más de cincuenta años y toda la segunda juventud en el rostro. Por eso, por esa juventud eterna que llevaba en la cara, y que me hace más dura, más dramática, más brutal su despedida; por su encanto, que contrastaba, que se llevaba mal o que no se llevaba, con las esquelas; por esa sencillez suya hasta para irse, quiero hablar hoy de ella en esta columna. Porque le habría dado apuro, y no se le pasó nunca por la cabeza la idea de que alguien pudiera hablar de ella en letra impresa. Porque una columna está para eso, para explicarse uno lo que no entiende y a la vez le conturba vitalmente. Porque Ernestina tuvo la delicadeza de no hacer ostentación, ni de la fe religiosa que tenía, ni de la valentía que le sobraba. A mí me sobrecogía esa serenidad a la hora de afrontar el hecho serio, grave, inapelable, fatalmente adulto de su partida prematura. Me sobrecoge todavía la expresión desenfadada y natural, prodigiosa, incluso infantil que oponía a ese adiós, el desdibujo de su risa, su voz deshilachándose.
Ernestina lo tenía todo privado, hasta la voz. Una voz lúdica, familiar, cómplice, niña, que te acogía, que te convertía en confidente, en alguien importante para ella. Una voz que te metía en casa, en su casa, en la casa de la realidad, que hacía una casa tuya del mundo y del tiempo frío y áspero y desafecto que se la ha llevado. La suya no era una voz, sino una estufa; un fuego hogareño de chimenea, una manta caliente de invierno que te envolvía, que te arropaba, que inspiraba cercanía y cotidianidad. A Ernestina te la encontrabas en una fiesta en la que no conocías a nadie y te sentías acogido, porque enseguida te hacía partícipe de un secreto jocoso, de una anécdota graciosa, de una inocente maldad. Cuando había elecciones acudía al País Vasco, a su tierra, de la que se había ido discretamente, sin entrevistas, sin ruido, invitada entre bastidores por el terror. No fallaba nunca a esa cita. Iba de interventora al lugar conflictivo que le tocara y yo la recuerdo siempre acercándose sonriente para contarte algo divertido de alguien que le había tocado en la mesa, algo chusco que a la vez le quitaba hierro al dramatismo de la situación. Siempre le quitó hierro a todo, y la inmortalidad que quisiera para ella a mí se me hace algo parecido a esa manera de tratar a la vida y a las cosas feas de la vida con indulgente ternura. La inmortalidad, de existir, es esa voz de muchacha, ese timbre de cálida lana que sonará siempre en mi oído, aún cuando el tiempo nos regale a sus amigos los días que a ella no le ha dado y nos distancie, como a los suyos, como a su esposo Enrique, como a sus hijas Gabriela, Inés y Leticia, de este momento triste; cuando el transcurso de los días dulcifique el recuerdo de su adiós trágico como un sol que se lima con el ocaso; que pierde su acidez matutina de limón y se amembrilla con el paso lento de la tarde.
En la habitación en sombra de una clínica madrileña ha dado el salto, sin estridencias, de una niñez de alma a la seriedad de la agonía. Y le ha salido el lado entero, el lado adulto, el lado tremendamente sensato, el lado cabal y fuerte, que jugaba a disimular con naturalidad durante su vida. Eso es lo que tenía escondido, lo que nos ocultaba, la mujer que llevaba dentro de la mujer, la mujer que se enfrenta a la oscuridad y al final como si conociera su secreto, como si participara de algún modo de su inextricable y tectónica naturaleza, como si su digna y sabia condición de hembra le familiarizara, le permitiera tratarse con entereza y con franqueza de tú a tú con la muerte. Ernestina Pasch era una amiga, y la mujer de un amigo mío, de los pocos amigos que se hacen y se conservan durante esa prueba larga de la amistad -y de todo- que es la existencia. Es también el primer caso admirable y misterioso que conozco de alguien a quien la enfermedad le embelleció; a quien el dolor no le quitó ni la paz ni la alegría; a quien el deterioro físico le hizo brillar más que la salud. Cegadoramente, como una elegante carta que tuviera guardada desde siempre.