Layo tenía un banco
Molledo, 13 de febrero de 2008
Ha muerto Layo. Layo era Molledo y Molledo era él porque Layo tenía un banco y una ferretería donde vendía queso manchego, del de verdad, del bueno, como dicen los que tienen el paladar fino pero no saben de denominaciones de origen, y servía chatos de vino blanco y tinto. También tenía una bomba para hinchar balones, ruedas de bicicletas y lo que se terciase. Útiles que llenaban la tienda de chavales cada día. Todos los cristales de las ventanas de Molledo y buena parte de los de alrededor pasaron por sus manos. Vendía puntas, tazas, tiestos, cazuelas, sartenes, figuritas imposibles de porcelana, lámparas, grifos, carretillos... Lo que no estaba en la tienda de Layo no existía. Toda la vida del pueblo pasaba por esta tienda y ese banco de piedra adosado a una pared con termómetro, que en verano, cuando alcanzaba los treinta grados servía para que Layo se llevase las manos a la cabeza y repitiera una y mil veces "este calor no es natural".
"Niña vete a la tienda de Layo y que te deje la escalera" "Niña dile a Layo que te preste el taladro, que ahora se lo llevas". La escalera de Layo siempre estaba en casa de algún vecino que tenía que colgar unas cortinas o pintar una pared. Mi madre, por ejemplo, siempre consideró que era tonto comprar una escalera porque teníamos la de Layo, que además de no ocuparnos sitio era muy buena.
La tienda de Layo siempre tuvo algo de magia. Ágora local para sentimientos privados, donde nadie estaba excluido de verter opiniones: hombres, mujeres y niños. Él, con una escucha de ojos atentos, era el moderador silencioso del debate, dejando hablar a todos; pero sin tolerar palabras fuertes ni aspavientos bruscos. No sólo los objetos que allí no se encontraban, no existían. De lo que allí no se hablaba, era porque tampoco existía en la conciencia colectiva del pueblo. La tienda y la magia de Layo se mantienen en su hijo; pero echaremos de menos a su creador. Seguro, que allí donde esté, nos espera con un: "Hola, hola, buenos días, buenos días, niña", como te decía mirándote a través de sus gafas rectangulares de pasta y siempre vestido con una chaqueta de mahón azul.
COVADONGA FERNANDEZ