Manuel de Aldasoro Sandberg
Santander, 31 de octubre de 2007
Un periódico madrileño me sorprendió hace unos días con la penosa noticia de que el pasado 25 de octubre había fallecido en Madrid Miguel de Aldasoro, diplomático montañés que alcanzó el rango de embajador de España.
Conocí a Miguel de Aldasoro en los últimos años 70 cuando, haciendo un paréntesis en su carrera, aceptó el cargo de subsecretario de Pesca Marítima. Por aquellas fechas la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), a la que España no pertenecía todavía, había ampliado su zona económica exclusiva en el Atlántico a doscientas millas marinas. Esto significaba que la enorme flota pesquera de Galicia y el Cantábrico se iba a quedar sin los caladeros en los que había trabajado durante siglos, puesto que la CEE no reconocía los derechos históricos adquiridos. El Gobierno español nombró a Aldasoro para dicho cargo y le encomendó las negociaciones para llegar a acuerdos que impidieran se consumara esa catástrofe.
Para esta tarea se rodeó de un eficaz equipo de directores y subdirectores generales, todos pertenecientes al cuerpo diplomático, con el que formó las delegaciones que en múltiples ocasiones durante aquellos años viajaron a Bruselas para luchar por las cuotas pesqueras en negociaciones bien difíciles, pues España tenía muy poco, por no decir nada, que ofrecer a cambio de que se permitiese a unos centenares de barcos seguir faenando en las aguas comunitarias. Por haber formado parte más de una vez de esas delegaciones como miembro del grupo de biólogos del Instituto Español de Oceanografía que les daban asesoramiento científico pude ser testigo de cómo y qué bien llevó las discusiones.
Capaz de hablar sin pausa durante largo rato en un francés excelente, con lo que evitaba que la delegación de la CEE, normalmente presidida por un francófono, alegara una posible traducción errónea de los intérpretes para rebatir sus argumentos atribuyéndole cosas que no hubiera dicho, utilizando con maestría los datos económicos y biológicos de que disponía, forzó en más de una ocasión a los representantes comunitarios a tener que admitir que las restricciones que querían imponer a la flota española no tenían más base que una voluntad política; en cada momento supo sacar las condiciones más ventajosas que permitían las circunstancias. Creo, pues, que fue un espléndido defensor de los intereses del sector pesquero y le recuerdo como un verdadero caballero, amenísimo conversador, duro negociador, con fino sentido del humor, siempre dueño de sus nervios aun por desabridas que fueran las palabras de sus oponentes.
Al cesar como subsecretario de Pesca se reincorporó a la carrera diplomática y en los años 80 fue embajador en Brasil y cónsul general en Nueva York. Tras su jubilación fijó su residencia en Madrid y vino a Santander a desmontar la casa que tenía para pasar sus vacaciones; en esa ocasión tuve mi último contacto con Judith, su esposa, y con él. Debido a los vaivenes de la vida, perdí luego su pista y desgraciadamente no he vuelto a tener noticias suyas hasta que me enteré de su desaparición, que lamento de veras. Desde aquí expreso mi condolencia a su esposa y sus hijos.
Orestes Cendrero